La casa

© Olaya Pazos


Apenas tardamos unas horas en hacer el hatillo de tu vida: algunas cajas de libros, otra de discos, varios álbumes de fotografías, un par de maletas de ropa, una lámpara que compraste en algún viaje ritual. Dejas atrás todo lo demás, se lo vendes a precio irrisorio al nuevo inquilino de tu ático en el infierno, que dormirá en tu cama, comerá en tu mesa, se mirará en tu espejo. Nada de eso te importa, vives anclada al presente y no hay espacio en tu forma de entender el mundo para la nostalgia o las expectativas, pasado y futuro quedan solapados por la luz cegadora del ahora y el aquí. Eres hija del presente. 

Pronto has escogido, como un gato, tus lugares en la casa y los objetos parecen haber cobrado vida con tu llegada. Nadie había encendido jamás aquella lámpara arrumbada en el despacho ni había sacado del estante la cubertería que un banco un día me regaló a cambio de haberles fiado mi hipoteca, mi nómina, mi vida administrativa y, en cierto modo, íntima, las cifras que mejor pueden explicarme. La casa te aprecia, se lo noto, y yo disfruto de esa nueva luz que desprenden las paredes, como si todas ellas fueran de cristal, como si habitáramos una pecera y, escualos olvidadizos, nos encontráramos constantemente como si fuera la vez primera. 

De vez en cuando sales y contemplas los árboles desnudos que tiritan a la espera de una primavera tardía y las palas del molino que nos dan sombra y parecen rozar las nubes hinchadas en cada giro. Poco después vuelves a entrar, te sientas en el sillón que has hecho tuyo, abres un libro y te pones a leer, como si no existiera mundo afuera. 

Porque, quizás, no existe.



Texto de David Barreiro


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